domingo, 18 de enero de 2009

SONIDO, AUDICIÓN Y HABLA



Uno de los elementos indispensables para los procesos normales de la audición y el habla es el sonido. Este, en sí, es una onda mecánica longitudinal que se propaga a través del aire. Entre sus características específicas se encuentran la frecuencia y la intensidad, que son objeto de estudio de la acústica, una rama de la física (Cromer, 1978; Miller, 1979).
El oído humano en situaciones normales puede captar sonidos de una frecuencia entre 16 y 20.000 ciclos por segundo (vibraciones dobles por segundo o hertz), aunque por lo general es más sensible a las diferencias entre un tono y otro cuando se hallan 50 dB (decibeles) por encima del umbral de audición y en la gama de los 500 a los 4.000 ciclos por segundo (zona de la discriminación auditiva del habla). Entre mayor sea el número de hertz (Hz) de la onda sonora, más agudo será el sonido según la sensación subjetiva del individuo, y mayor será la frecuencia.
Por otra parte, una persona puede percibir sonidos entre 0 y 120 decibeles (dB); es decir, entre el mínimo nivel posible de detectarlos y el umbral de molestia. La relación entre el nivel subjetivo de sonoridad (volumen) y la intensidad física del sonido no es lineal. Cromer (1978) indica que en una sala de conferencias, por ejemplo, la intensidad de la voz de un conferencista puede ser 100 veces mayor en la parte delantera que en la trasera, sin embargo, un oyente que se desplace de una a la otra solamente experimenta una ligera disminución en la sonoridad.
DeConde (1984) expone que la capacidad para atender al discurso hablado, comprender, recordar y relacionar lo que se escucha, de tal manera que se den las respuestas apropiadas, involucra una serie de procesos intrincados que ocurren automáticamente en la mayoría de los individuos. Para que suceda una efectiva comunicación, el cerebro, a través de la red del sistema nervioso central, debe recibir, transmitir, decodificar, clasificar y organizar toda la información auditiva antes de llegar a la comprensión. La integración funcional para esa tarea tiene lugar de una manera rápida y precisa aún cuando el ruido de fondo y otras alteraciones de la señal (forma de hablar y ambiente) creen interferencias. Este fenómeno neurológico se suele llamar procesamiento central auditivo.
En el hombre actual es evidente la disociación de los lados izquierdo y derecho del cerebro desde los primeros días de vida, lo cual ha sido comprobado por Molfese (1977), entre otros, mediante estudios sobre la amplitud relativa de respuestas auditivas evocadas sobre los lóbulos temporales. Studdert-Kennedy (1987) reporta que muchas investigaciones descriptivas y experimentales han establecido que la capacidad perceptomotora del habla se atribuye al hemisferio cerebral izquierdo en más del 90 % de los adultos normales. En otras palabras, éste tiene mayor capacidad de resolución para discriminar la información situada en la zona baja del espectro sonoro (Ardila, 1984) como es el sistema fonético de códigos (Luria, 1981); es decir, para el manejo de los sonidos del habla. El derecho, por su parte, descodifica las señales correspondientes a los ruidos del ambiente, el timbre y el sistema rítmico-musical. Sin embargo, los dos deben actuar en perfecta armonía, ya que por ejemplo, el discurso hablado consta tanto de una serie de formantes sonoros muy específicos, como de un ritmo dado que en conjunto permiten la comprensión del mensaje que porta en su interior.
Continuando con el tema, las habilidades para el eficiente y preciso procesamiento auditivo son particularmente cruciales para los niños, debido a que las deficiencias que se presenten en su conformación a menudo producen problemas para el aprendizaje de la lectura (Bakker & deWitt, 1977; Kaluger & Kolson, 1969; Knox & Roesser, 1980; Rampp, 1980; Tarnopol & Tarnopol, 1977). Por otra parte, la jerarquización de los eventos que conducen a la adquisición normal de las habilidades necesarias para tal área escolar depende en grado sumo del correcto procesamiento de la información auditiva y es probablemente el mejor predictor de éxito en la escuela (Kurland & Colodny, 1969; Rampp, 1980; Yule & Rutter, 1976). Y finalmente, los trastornos significativos en este procesamiento pueden también causar retrasos en el desarrollo del habla y el lenguaje (Butler, 1981; Protti, Young & Byrne, 1980).
Se hace imperativo distinguir entre los parámetros periféricos (agudeza) y centrales (percepción) en el diagnóstico de los desórdenes auditivos. Como se planteaba arriba, la agudeza auditiva describe la sensibilidad de la persona al sonido; es decir, la capacidad para recibir y detectar la presencia de tenues tonos a diferentes intensidades. La integración de la información que se oye es el segundo e igualmente importante paso en el proceso total de la audición. Ambos aspectos deben ser considerados cuando se realice la evaluación de la capacidad auditiva, ya que un niño puede presentar deficiencias en las dos áreas. No obstante, es difícil separar diagnósticamente las deficiencias en el procesamiento auditivo de las alteraciones en la agudeza auditiva cuando ocurren simultáneamente.
Los niños con desórdenes en el procesamiento auditivo central frecuentemente exhiben en el aula síntomas similares a otros alumnos con pérdidas auditivas periféricas leves a moderadas y quizás fluctuantes. Su comportamiento es a menudo muy inconsistente, porque gira alrededor de habilidades auditivas tales como la discriminación, recuerdo y comprensión de la información. Para un profesor esta conducta puede ser exasperante, especialmente cuando no está claro si el estudiante asume una inatención premeditada o posee una base fisiológica que la provoque. Académicamente tiene muchas dificultades con predominio en lectura, matemáticas o ambas; y socialmente puede presentar comportamientos inadecuados como resultado de la confusión mental creada por este problema en el procesamiento auditivo central. Estos niños llegan a sentirse bastante frustrados o ansiosos y, por lo tanto, pueden ser agresivos con los compañeros o aislarse.
El diagnóstico temprano es crucial, ya que las personas del ambiente en el cual interactúa el niño deben estar conscientes de sus necesidades y hacer adaptaciones necesarias para que sea más cómodo e implementar programas apropiados de intervención.
No es común ver el procesamiento auditivo separado en componentes individuales. Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que un niño está en disposición de iniciar el aprendizaje de la lecto - escritura sí y sólo sí evidencia un manejo exitoso de todas y cada una de estas capacidades compiladas por Keith (1981):
DISCRIMINACIÓN SONORA. Diferenciar entre sonidos de diferente frecuencia, duración o intensidad.
LOCALIZACIÓN. Ubicar la fuente sonora.
ATENCIÓN AUDITIVA. Poner atención a las señales auditivas, especialmente al habla, durante un tiempo extenso.
FIGURA - FONDO AUDITIVO. Identificar a un hablante primario de un ruido de fondo.
DISCRIMINACIÓN AUDITIVA. Discriminar entre palabras y sonidos que son acústicamente similares.
CIERRE AUDITIVO. Comprender el mensaje completo cuando se pierde una parte.
HARMONIZACIÓN AUDITIVA. Sintetizar fonemas aislados que se encuentran "encapsulados" dentro de las palabras.
ANÁLISIS AUDITIVO. Identificar fonemas o morfemas que se encuentran "encapsulados" dentro de las palabras.
ASOCIACIÓN AUDITIVA. Identificar un sonido con su fuente.
MEMORIA AUDITIVA, MEMORIA SECUENCIAL. Almacenar y evocar estímulos auditivos de diferente longitud o número en el orden exacto.
Aunque estas capacidades representan diferentes aspectos del procesamiento y pueden ser identificadas puntualmente, se debe tener cuidado al plantear tareas de diagnóstico o remediación, en vista que el procesamiento de la información auditiva involucra todas estas habilidades simultáneamente.
Es de anotar que los sonidos del habla, al igual que todos los que se producen en la naturaleza no son tonos puros, sino complejas mezclas que se congregan en un espectro, por lo cual el oído debe ser capaz no sólo de captarlos, sino de analizarlos y enviarlos al cerebro para que éste identifique los mensajes que portan. Por lo tanto, cualquier programa para el aprendizaje de la lecto - escritura que se adapte al proceso normal de desarrollo del lenguaje en el niño ha de partir del fonema, en su aspecto físico y cognoscitivo; es decir, como sonido en sí y como concepto en el cerebro del hablante.
Según la concepción de Bloomfield (1933), los fonemas de una lengua no son sonidos, sino conjuntos de rasgos sonoros que los interlocutores se hallan adiestrados en producir y reconocer dentro de la corriente sonora del habla. Esto ha sido comprobado por diferentes autores, entre ellos Bailey (1983), para quien los diferentes fonemas se distinguen acústicamente por la envoltura del espectro, y particularmente por la frecuencia de los picos espectrales. Estos surgen de las resonancias del tracto vocal y se denominan formantes, identificados por medio de un número (f1, f2, f3, f4, etc.), siendo el primer formante el de más baja frecuencia. Es decir, que el conjunto de formantes (rasgos sonoros) conforma un espectro cuyo corpus o envoltura es en sí lo que constituye el fonema. El ser humano debe desarrollar el concepto de fonema como unidad del sonido oral y el oído es capaz, entonces, de captarlo y discriminarlo según este aspecto, su duración y el intervalo temporal entre la aparición de éste y otro fonema contrastante.
En las lenguas alfabéticas, las unidades del habla son codificadas por medio de letras. Buena parte del problema del uso de la discriminación auditiva para adquirir la lectura es cuestión de desarrollo cognoscitivo. Involucra, en parte, aprender a establecer las correspondencias sonido / símbolo entre unidades del habla y grafemas y, de otro lado, la segmentación auditiva. Esta última es una habilidad esencial que involucra la capacidad para centrar la atención conscientemente en las sub-unidades de una palabra hablada.
El discurso oral se desenvuelve dentro de una corriente continua de sonidos. No hay separaciones demarcadas entre palabras, excepto por las pausas del emisor. Entre los 3 y 7 años se aprende a crear fronteras psicológicas donde no existen las físicas; es decir, a aislar las palabras, sílabas y fonemas de la corriente del habla, o segmentar auditivamente el discurso. Downing (1970) observó que a la mayoría de los niños de cinco años de edad les cuesta comprender claramente el sentido que da el profesor al término «palabra». A su vez, estudios de Bradley y Bryant (1978), Fox y Routh (1980), Liberman (1973); Lundberg, Olofsson y Wall (1980), y Sawyer (1985), han encontrado que la capacidad para la segmentación fonológica en la época que se inicia la enseñanza de la lectura es un predictor de los subsecuentes niveles de adquisición de esta área. Los niños pueden aprender mucho acerca del proceso lector y desarrollar confianza en sí mismos como lectores si los programas instruccionales parten del real nivel de sus capacidades para la segmentación de palabras y/o sílabas.
Pasando a otro aspecto de este apartado, para Cromer (1978), Di Nicola (1979) y otros, siguiendo un proceso evolutivo, los órganos del hombre destinados primariamente a la respiración y a la alimentación han desarrollado la función adicional de proferir una rica sucesión de sonidos, cuyo uso es aprendido desde la más temprana infancia y se utilizan simbólicamente con otras personas que tienen la misma lengua y están en capacidad de percibirlos y comprenderlos. Por esto, al habla se la conoce algunas veces como «función superpuesta». La producción de la expresión oral, en su fase mecánica, se divide en dos etapas: la emisión de un sonido audible cuando las cuerdas vocales vibran, produciendo una frecuencia fundamental (F0 = 125 - 250 Hz); y la constitución de un fonema concreto por medio de modificaciones adaptativas del aparato articulador, el cual tiene algunas estructuras que pueden cambiar de posición.
Studdert-Kennedy (1987) argumenta que el habla es aprendida. Cita las investigaciones de Meltzoff y Moore (1977, 1983), las cuales han mostrado, en un par de estudios meticulosamente controlados, que infantes, dentro de las 72 horas de nacidos, pueden imitar gestos faciales arbitrarios (apertura de la boca, protrusión labial) y dentro de los primeros 12 - 21 días también son capaces de imitar la protrusión lingual y el cierre secuencial de los dedos (esto último lo subraya como de particular interés para la adquisición de una lengua manual). Claro está, explica el mencionado autor, estos son gestos relativamente burdos, lejos de los sutilmente intercalados patrones de movimiento, coordinados a través de varios articuladores, que son necesarios para el habla adulta. La importancia de esas investigaciones es que permiten la deducción de que los gestos ópticamente percibidos desde el mismo nacimiento inducen una estructura neurológica isomórfica con los movimientos que producen los bebés.
Meltzoff (1982) demostró que los niños entre 4 - 5 meses de edad que observan por largos periodos de tiempo una película en la que se registra el habla de una mujer, articulan repetidamente la vocal que estaban escuchando (sea [i] o [a]) en forma sincrónica con la cara presentada en la misma. Esto implica una marcada interrelación entre la visión y la audición con los mecanismos motores del habla desde una edad tan temprana. Studdert-Kennedy indica que partiendo de que la estructura espectral está directamente determinada por las cavidades resonantes del tracto vocal, y tanto la forma como el volumen de estas cavidades están determinadas por la articulación (incluyendo el patrón de apertura de la boca para [i] y [a]), la correspondencia entre la forma de la boca (óptica) y la estructura espectral (acústica) reflejan su fuente común en la programación de los mecanismos articulatorios del habla. Evidentemente, continúa el mencionado autor, los niños de esa edad ya tienen una representación amodal del habla, estrechamente relacionada con las estructuras articulatorias que determinan la forma fonética.